¿Otra vez las olimpiadas? Sí, lo siento, es que me viene a huevo. Ayer fui al circo. A uno de los tres (tres, has leído bien) que han coincidido estos días de verano en Alicante. Y uno no puede evitar relacionar trapecistas con atletas (lo son, ¿no?).
Que el circo ya no es el mayor espectáculo del mundo lo sabemos todos, menos los del Circo del Sol: el mayor espectáculo del mundo, a la espera de alguna aparición sobrenatural de Steve Jobs, es el fútbol (ya creías que iba a decir las olimpiadas, eh?).
Fui a un circo de tamaño pequeño, y a riesgo de que el fiasco fuera grande, compré las entradas con cupón de descuento y en la tribuna más barata. Asistir al espectáculo fue una experiencia FÍSICA: sin aire acondicionado en agosto, sentados sobre bancos forrados de escay que deja escapar la gomaespuma, con penetrante olor a heno y efluvios de meriendas infantiles, y asperezas de polvo alojándose en la garganta. Si el volumen descabellado de la ¿música? y del micrófono del presentador lo hubiera permitido, a la experiencia se habrían sumado la risa y el asombro de los niños.
Son curiosas las gentes de estos circos. En medio del lodo (discúlpame la hipérbole) realizan su trasiego de montaje y desmontaje de jaulas, redes y cables tensores, ataviados con injustificables chaquetas y corbatas que embeben el sudor de su piel curtida. Discuten entre ellos muchas veces, hay sus más y sus menos que solucionarán más tarde. (supongo).
Y luego están los artistas. Porque a los atletas del circo se les llama artistas: el domador, los trapecistas, la contorsionista…, pues necesitan del aplauso del público para respirar.
Y está la emoción, que te lleva a preguntarte por qué el domador se encierra con diez leones -¡diez!- cada noche, y por qué mete la cabeza entre los dientes de un cocodrilo, por qué los trapecistas -que siempre son hermanos- vuelan en un triple salto mortal, por qué la contorsionista se juega partirse la nuca al plegarse con un candelabro encendido sobre la frente. ¿Por qué?
Eso sí, fuera de lugar, como descontextualizados, aparecen los personajes animados de la tele: Dora la Exploradora, los Gormiti, Fanboy y ChumChum y mi pesadilla, el omnipresente Bob Esponja. Aquí se admiten apuestas sobre si los humanos que hay debajo de los trajes lograrán sobrevivir al bochorno (entiéndase bochorno en sus dos acepciones).
Y súmale al espectáculo polémicas de si los niños deben trabajar o no en el circo, del trato a los animales (aquí parecían bien cuidados)…
Este tipo de circo, un espectáculo audiovisual como el cine, la televisión o el vídeo en internet, se me reveló la otra tarde como una experiencia estimulante, lejana de la asepsia de la era digital. Por la noche soñé que trepaba por un tinglado mecánico, sin componente electrónico alguno, y me manchaba de grasa las manos y la punta de la nariz. Y me gustaba.
Me dejo para el final la conmovedora nota informativa pegada en el cristal de la taquilla, y la transcribo más abajo, corrigiendo alguna faltilla, pues lo que importa es el mensaje:
ATENCIÓN, ATENCIÓN. POR FAVOR, A LOS DISTINTOS CLIENTES DEL CIRCO, ABSTÉNGANSE DE INSULTAR O DISCUTIR CON LAS TAQUILLERAS PORQUE LAS EMPLEADAS SOLO RECIBEN ÓRDENES DE LA DIRECCION. POR FAVOR NO SE DIRIJAN A ELLAS CON DESCALIFICACIONES. GRACIAS. LA DIRECCIÓN.
No sé de qué me extrañé. Al fin y al cabo, en la Seguridad Social también advierten de que no hay que insultar ni aporrear a la enfermera.
Hasta la próxima,
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