No me gusta el deporte. Miento, no me gusta el deporte competitivo. O, más concreto aún, no me interesa la exhibición del deporte competitivo y todo lo que le rodea. Decir esto en días de olimpiadas es negar la mayor. Pero así lo siento. A estas altura, no me he molestado en consumir ni treinta segundos de televisión olímpica, en parte por el empacho eurocopístico vivido en España recientemente. La culpa de mi falta de interés no la achaco a los deportistas, faltaría más, ni a los impecables realizadores de televisión. El tinglado olímpico en sí es el que me produce animadversión que se transforma en apatía, además de esa infantiloide competencia entre países tan burdamente promovida por cierto tipo de periodismo.
A lo que vamos. (Casi) ninguna retransmisión o filmación deportiva ha logrado trascender en el tiempo. Sí algunas proezas concretas: una carrera, un salto, un gol. Lo han hecho por el mérito en sí del atleta, del deportista, pero no se recuerda la habilidad especial de los cámaras, de los realizadores (aunque, sin duda, estaban allí).
Hay una excepción. Y, en este caso, lo que casi no se recuerda, es el nombre de los deportistas (Jesse Owens aparte). Me refiero a «Olympia» un clásico del cine documental realizado por la berlinesa Leni Riefenstahl en 1938.
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Hoy día, las cámaras HD, situadas en lugares estudiados concienzudamente por